Eran las cuatro de la tarde, y él yacía en las afueras de su casa. El meteorólogo anunció 36ºC y él permanecía tendido, bajo la sombra de sus dos naranjos, sobre el suelo de baldosas. Nada anormal, todo como siempre, hasta que el viento lo acarició. Sintió las manos del viento que se posaban en sus mejillas y, luego, sobre sus ojos. En ese momento, mientras el viento tocaba sus párpados, abrió los ojos y observó que todo era gris y trasparente. Muchas figuras aparecieron y muchas otras desaparecieron. Entre esas, su novia. Se acercó a él, coqueta y tierna como siempre y le dijo al oído:
- Me cuesta transmitirte todo -
- Lo sé - dijo él - pero ese no es un problema, supongo.
- Pero sabes todo lo que me provocas... -
Ella comenzó a besarle, primero sutilmente, así como un picaflor saca el polen de las flores más tiernas, y luego mucho más apasionadamente.
El céfiro dejó de soplar y él abrió los ojos: seguía siendo una tarde igual que las demás.
- Me cuesta transmitirte todo -
- Lo sé - dijo él - pero ese no es un problema, supongo.
- Pero sabes todo lo que me provocas... -
Ella comenzó a besarle, primero sutilmente, así como un picaflor saca el polen de las flores más tiernas, y luego mucho más apasionadamente.
El céfiro dejó de soplar y él abrió los ojos: seguía siendo una tarde igual que las demás.
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